Sin hundirse, la ahogada descendía
por los arroyos y los grandes ríos,
y el cielo de ópalo resplandecía
como si acariciara su cadáver.
Las algas se enredaban en el cuerpo
y aumentaba su peso lentamente.
Le rozaban las piernas fríos peces.
Todo frenaba su último viaje.
El cielo, anocheciendo, era de humo,
y a la noche hubo estrellas vacilantes.
Pero el alba fue clara para que aún
tuviera la muchacha un nuevo día.
Al pudrirse en el agua el cuerpo pálido,
la fue olvidando Dios: primero el rostro,
luego las manos y, por fin, el pelo.
Ya no era sino un nuevo cadáver de los ríos.
Bertolt Brecht